viernes, 13 de noviembre de 2009

Escena: la inyección.

-¿ Ya le dimos la inyección, jefe ?- preguntó Vélez, como si le importara.
En algún lugar leí o alguien me dijo que los días no pasan en vano; mucho menos las noches: el pobre Vélez ignoraba, y nunca lo supo, que en algún momento yo lo había degradado de capitán a teniente.
-No todavía, estaba esperando. La inyección es indispensable, pero no me gusta que él la necesite. ¿ Entiende ?- dije.
Yo no entendía nada, pero el teniente sí.
-Claro-le explicó Susana-. No hay que crear costumbre.

miércoles, 15 de abril de 2009

La Ventana

de Rafal Wojaczek






I


La cabeza está fría una Estrella refresca la garganta

sólo la ventana arde en la sangre

me gusta ser un desconocido bajo tu ventana

como medio nato

pienso en tu barriga

tras la espalda escondo mis manos

ahora verifico los rasgos de mi cara

como si los estableciese

con tus labios

la muerte es un hermafrodita



II


La Estrella se fue hasta las piernas de todos modos me tengo que ir

el rostro arde el bajo vientre como la ventana abierta

cuando sueñas es con lo que yo pienso

pero ¿se puede despertar a la durmiente con delicadeza?






(Okno; Sezon, 1969)

martes, 16 de septiembre de 2008

La pantalla permenecerá uniformemente blanca durante el paso de la banda sonora y negra durante los silencios. Las voces "volontairement inexpressives" corresponden a Gil J. Wolman (Voz 1), G. E. Debord (Voz 2), Serge Berna (Voz 3), Barbara Rosenthal (Voz 4), Jean Isidore Isou (Voz 5).

Voz 1: Película de Guy-Ernst Debord "Aullidos por Sade".
Voz 2: "Aullidos por Sade" está dedicada a Gil J. Wolman.
Voz 3: Artículo 115. Cuando una persona ha dejado de aparecer por su domicilio o su residencia y si después de cuatro años no se tienen noticias, las partes interesadas pueden personarse en el tribunal de primera instancia, a fin de que la ausencia sea declarada.
Voz 1: El amor sólo es válido en períodos pre-revolucionarios.
Voz 2: ¡Mientes, nadie te ama! Las artes comienzan, se expanden y desaparecen, ya que los hombres insatisfechos superan el mundo de las expresiones oficiales y las muestras de su pobreza.
Voz 4 (una joven): Dime, ¿te has acostado con Françoise?
Voz 1: ¡Qué primavera!
Manual para una historia del cine:
1902.- Viaje a la luna.
1920.- El gabinete del Doctor Caligari.
1924.- Entr'acte.
1926.- El acorazado Potemkin.
1928.- Un perro andaluz.
1931.- Luces de la ciudad.
Nacimiento de Guy-Ernst Debord.
1951.- Traité de Bave et d'Eternité.
1952.- El anticoncepto.
Aullidos por Sade.
Voz 5: "En el momento en que la proyección iba a comenzar Guy-Ernst Debord debía subir al escenario para pronunciar algunas palabras de introducción. Habría dicho simplemente:
No hay cine. El cine está muerto -no puede haber más cine- pasemos, si lo desean, al debate".
Voz 3: Artículo 516. Todos los bienes son muebles o inmuebles.
Voz 2: Para nunca más estar sólo.
Voz 1: Ella es la fealdad y la belleza.
Ella es como todo eso que hoy en día amamos.
Voz 2: Las artes futuras serán cambio de situaciones, o nada.
Voz 3: ¡En los cafés de Saint-Germain-des-Prés!
Voz 1: Sabes, me gustas mucho.
Voz 3: Un importante comando de letristas, formado por una treintena de miembros. Todos cubiertos con ese uniforme sucio que es su única señal original, llegan a la Croissette con el firme deseo de provocar un escándalo susceptible de atraer sobre ellos la atención.
Voz 1: La felicidad es una idea nueva en Europa.
Voz 5: "Sólo conozco las acciones de los hombres, pero los hombres se sustituyen los unos a los otros ante mis ojos. A fin de cuentas solo las obras nos diferencian."
Voz 1: Y sus revueltas se vuelven conformistas.
Voz 3: Artículo 488. La mayoría de edad está fijada en los veintiún años cumplidos, a esa edad uno es capaz de todos los actos de la vida civil.

LA PANTALLA NEGRA. SILENCIO DE DOS MINUTOS

Voz 4 (una joven): Siempre recuperaba la memoria, en un deslumbramiento provocado por los fuegos de artificio del sodio al contacto con el agua.
Voz 1: Él sabía bien que nada quedaría de estos gestos en una ciudad que gira con la Tierra, y la Tierra gira en su galaxia que es una parte apenas apreciable de un islote que huye al infinito, fuera de nosotros mismos.
Voz 2: Todo en negro, los ojos cerrados por el exceso del desastre.

LA PANTALLA NEGRA. SILENCIO DE UN MINUTO

Voz 1: Está por hacer una ciencia de las situaciones, que tomará prestados sus elementos a la psicología, a la estadística, al urbanismo y a la moral. Estos elementos deberán concurrir en un objeto absolutamente novedoso: una creación consciente de situaciones.

LA PANTALLA NEGRA. SILENCIO DE TREINTA SEGUNDOS

Voz 1: Algunas líneas de un diario de 1950: "una joven vedette de la radio se tira al río Isère. Grenoble. La pequeña Madeleine Reineri, doce años y medio, que animaba bajo el seudónimo de Pirouette la emisión radiofónica Beaux Jeudis, en la estación Alpes-Grenoble, se ha tirado al río Isère, el viernes al mediodía, tras depositar su cartera sobre la margen del río."
Voz 2: Hermanita, ya no estamos en peligro. El Isère y la miseria continúan. No tenemos ningún poder.

LA PANTALLA NEGRA. SILENCIO DE UN MINUTO, TREINTA SEGUNDOS.

Voz 4 (una joven): Pero, en esta película no se habla de Sade.
Voz 1: El frío de los espacios interestelares, los miles de grados por debajo del punto de congelación o del absoluto cero Fahrenheit, centígrado o Réaumur; los primeros indicios del amanecer cercano. El paso rápido de Jacques Vaché a través del cielo de la guerra, esa urgencia extraordinaria que se encuentra en todas sus relaciones, esta prisa catastrófica que le lleva a aniquilarse; los azotes de carretero de Arthur Cravan, se entierra a esta hora en la Bahía de México...
Voz 3: Artículo 1793. Cuando un arquitecto o un empresario se encargan de la construcción de un edificio, de acuerdo con un proyecto fijado y acordado con el propietario del suelo, no puede solicitar ningún aumento del precio, ni bajo pretexto del encarecimiento de la mano de obra o de los materiales, ni bajo pretexto de los cambios o encarecimientos aplicados sobre este proyecto, si es que estos cambios o encarecimientos no han sido autorizados por escrito, y el precio acordado con el propietario.
Voz 2: La perfección del suicidio se encuentra en lo equívoco.

LA PANTALLA NEGRA. SILENCIO DE CINCO MINUTOS

Voz 2: ¿Qué es el amor único?
Voz 3: Sólo responderé en presencia de mi abogado.

LA PANTALLA NEGRA
SILENCIO DE UN MINUTO

Voz 1: El orden reina y no gobierna.

LA PANTALLA NEGRA
SILENCIO DE DOS MINUTOS

Voz 2: La primera maravilla es acabar delante de ella sin saber qué decirle. Las manos prisioneras no se mueven más rápidas que los caballos de carreras filmados a cámara lenta, para tocar su boca y sus senos; con plena inocencia las cuerdas se hacen agua y rodamos juntos hacia el día.
Voz 4 (una joven): Creo que no nos volveremos a ver.
Voz 2: Cerca de un beso terminarán las luces de las calles invernales.
Voz 4 (una joven): París estaba agradable debido a la huelga de transportes.
Voz 2: Jack el destripador nunca fue atrapado.
Voz 4 (una joven): El teléfono, es divertido.
Voz 2: Qué amor provocador, como decía Madame Ségur.
Voz 4 (una joven): Os contaré historias de mi país que dan mucho miedo, pero para tener miedo hay que contarlas por la noche.
Voz 2: Mi querida Ivich, los barrios chinos son desafortunadamente menos numerosos de lo que usted piensa. Usted tiene quince años. Los colores chillones un día ya no se llevarán.
Voz 4 (una joven): Ya le conocía.
Voz 2: La deriva de los continentes os aleja cada día. El bosque virgen lo es menos que usted.
Voz 4 (una joven): Guy, todavía un minuto más y será mañana.
Voz 2: El demonio de las armas. Os acordáis. Es eso. Ninguno nos satisfacía. Sin embargo... El granizo sobre los estandartes de cristal.
Se acordarán de este planeta.

LA PANTALLA NEGRA
SILENCIO DE CUATRO MINUTOS

Voz 2: Y usted verá que más tarde ellos serán célebres. Nunca aceptaré la existencia, escandalosa y apenas creíble de un policía. Se han construido varias catedrales a la memoria de Serge Berna. El amor sólo es válido en períodos pre-revolucionarios. He hecho esta película mientras aún se podía hablar. Jean_isidore, para salir de esta muchedumbre provisional. En la plaza Gabriel-Pomerand cuando hayamos envejecido. Los pequeños farsantes, las futuras glorias en los programas de institutos y colegios.

LA PANTALLA NEGRA
SILENCIO DE TRES MINUTOS

Voz 2: Todavía hay muchas personas a las cuales la palabra moral no les hace reir ni gritar.
Voz 3: Artículo 489. El mayor de edad que está de forma habitual en estado de imbecilidad, de demencia o de furor, debe estar inhabilitado incluso cuando ese estado presenta intervalos lúcidos.
Voz 2: Tan cerca, muy suavemente, perdido en los archipiélagos cavernosos del lenguaje. Te aplasto, abierta como el grito, así de fácil. Es un río muy caliente. Es un mar de aceite. Es un bosque en llamas.
Voz 1: ¡Esto es cine!
Voz 3: La policía parisina está armada de 30.000 porras.

LA PANTALLA NEGRA
SILENCIO DE CUATRO MINUTOS

Voz 2: "Los mundos poéticos se cierran y se olvidan en sí mismos". En un extremo de la noche los marinos hacen la guerra; y los barcos de las botellas son para tí, que los amaste. Te revolcabas en la playa como en manos más amorosas que en la lluvia; el viento y el trueno se meten todas las tardes bajo tu vestido. La vida es bella en el verano de Cannes. La violación que es defendida se vulgariza en nuestros recuerdos. "Cuando estábamos en el Chattanooga". Sí. Desde luego.
Voz 1: Y sus rostros fundidos que fueron estallidos del deseo, como la tinta sobre un muro, que fueron estrellas locas. Que la ginebra, el ron y el marco se hundan como la Gran Armada. Esto para el elogio fúnebre. Pero todas esas gentes eran vulgares.

LA PANTALLA NEGRA
SILENCIO DE CINCO MINUTOS

Voz 1: Nos hemos librado de una buena.
Voz 2: La buena está por ver.
La muerte será un steak tartare, y con los cabellos mojados en la playa demasiado caliente que es nuestro silencio.
Voz 1: ¡Si es judío!
Voz 2: Estamos preparados par hacer saltar todos los puentes, pero los puentes nos han hecho falta.

LA PANTALLA NEGRA
SILENCIO DE CUATRO MINUTOS

Voz 1: La pequeña Madeleine Reineri, doce años y medio, que animaba bajo el seudónimo de Pironette la emisión radiofónica de Beaux Jeudis, en la estción Alpes-Grenoble, se tiró en el Isère.
Voz 2: Señorita Reineri del barrio de Europa, tiene usted todavía el rostro sorprendido y ese cuerpo, la mejor de las tierras prometidas. Los diálogos repiten como el neón sus verdades definitivas.
Voz 1: Te amo.
Voz 4 (una joven): Debe ser terrible morir.
Voz 1: Hasta luego.
Voz 4 (una joven): Bebes demasiado.
Voz 1: ¿Qué son los amores infantiles?
Voz 4 (una joven): No te comprendo.
Voz 1: Lo sabía. En otra época lo lamentaba mucho.
Voz 4 (una joven): ¿Quieres una naranja?
Voz 1: Los hermosos desgarros de las islas volcánicas.
Voz 4 (una joven): Antiguamente.
Voz 1: No tengo nada más que decirte.
Voz 2: Tras todas las respuestas a contratiempo y la juventud que envejece, la noche vuelve a caer desde lo alto.

LA PANTALLA NEGRA
SILENCIO DE TRES MINUTOS

Voz 2: Vivimos nuestras aventuras incompletas como niños perdidos.

LA PANTALLA NEGRA
SILENCIO DE VEINTICUATRO MINUTOS


































debord.

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31

En ese solitario paradero entre Coalmont y Ramsdale (entre la inocente Dolly Schiller y el jovial tío Ivor), examiné de nuevo la situación. Volvía a verme juntamente con mi amor, con la mayor claridad. Los intentos previos parecían fuera de foco, comparados con éste. Un par de años antes, guiado por un inteligente confesor de habla francesa al que había revelado en un momento de curiosidad metafísica, un ocre ateísmo de protestante hacia la anticuada salvación papal, esperaba deducir de mi sentido del pecado la existencia de un Ser Supremo. En esas heladas mañanas de la escarchada Quebec, el buen sacerdote trabajó en mí con finísima ternura y comprensión. Le estoy infinitamente agradecido a él y a la institución que representaba. Pero, ay, me sentía incapaz de trascender el simple hecho humano de que ningún solaz espiritual que pudiera encontrar, ninguna eternidad litofánica que pudiera entregárseme, nada podía hacer que mi Lolita olvidara la insensata lujuria que le había contagiado. A menos que se me pruebe –a mí tal como soy ahora, con mi corazón y mi barba y mi putrefacción– que en el infinito no importa un comino que una niña norteamericana llamada Dolores Haze haya sido privada de su niñez por un maniático, a menos que se me pruebe eso (y si tal cosa es posible, la vida es una broma), no concibo para tratar mi miseria sino el paliativo melancólico y demasiado local del arte anticuado. Para citar a un viejo poeta:

The moral sense in mortals is the duty

We have to pay on mortal of beauty[1].




32


Hubo un día, durante nuestro primer viaje —nuestro primer ciclo paradisíaco–, en que para gozar en paz de mis fantasmas resolví firmemente ignorar lo que no podía dejar de percibir, el hecho de que no era el novio de Lo, ni un hombre arrebatador, ni un muchacho, ni siquiera una mera persona, sino tan sólo dos ojos y una libra de carne..., para mencionar únicamente cosas mencionables. Hubo un día en que después de faltar a la promesa hecha a Lo en la víspera (no recuerdo en qué había puesto ella su cómico corazoncito, o en una pista de patinaje con un peculiar suelo de material plástico o en una función cinematográfica a la que deseaba ir sola), pude ver desde el cuarto de baño, mediante una combinación de espejo y puerta abierta, una expresión de su rostro. No puedo describir exactamente esa expresión... Una expresión de desamparo tan perfecto que parecía diluirse hacia una apacible vacuidad, precisamente porque ése era el límite mismo entre la injusticia y la frustración –y cada límite presupone algo tras él–; de allí la iluminación neutra. Y si se piensa que éstas eran las cejas alzadas, que ésos eran los labios entreabiertos de una niña, se apreciará mejor qué profundidad de calculada carnalidad, qué desesperación refleja me impedía caer a sus pies y disolverme en lágrimas humanas y sacrificar mis celos a cualquier placer que Lolita esperaba obtener mezclándose con niños sucios y peligrosos en un mundo exterior que era real para ella.

Otros recuerdos sofocados surgen ahora formando monstruos desmembrados de dolor. Una vez, al fin del crepúsculo, en una calle de Beardsley. Lo se volvió hacia la pequeña Eva Rosen –yo llevaba a las dos niñas a un concierto y caminaba tras ella, tan cerca que casi la rozaba con mi cuerpo–, y con gran serenidad y severidad, respondiendo a algo que la otra le había dicho («Prefiero morirme antes de oír hablar a Milton Pinsky –un colegial amigo de ella– sobre música»), observó:

—¿Sabes?... Lo espantoso de morirse es que se queda uno tan librado a sí mismo.

Y mientras mis piernas de autómata seguían andando, me impresionó el hecho de que sencillamente no sabía una palabra sobre el espíritu de mi niña querida, y que sin duda, más allá de los terribles clichés juveniles, había en ella un jardín y un crepúsculo y el portal de un palacio: regiones vagarosas y adorables, completamente prohibidas para mí, ajenas a mis sucios andrajos y a mis convulsiones. Pues a menudo había advertido que en esa vida que llevábamos, en ese mundo de mal absoluto, sentíamos un extraño pudor toda vez que discutíamos algo que podían haber discutido ella y un amigo más antiguo, ella y un pariente, ella y un muchacho sano al que quisiera de veras, yo y Annabel, Lolita y un Harold Haze sublime purificado, analizado, delicado; una idea abstracta, un cuadro, el moteado Hopkins o el trasquilado Baudelaire, Dios o Shakespeare, cualquier cosa genuina. ¡Santo Dios! Acorazaba su vulnerabilidad mediante ataques groseros y ostentando todo su aburrimiento, mientras yo, formulando mis comentarios desesperadamente inconexos en un tono artificial que me daba frío en mis últimos dientes verdaderos, provocaba en mi auditorio tales estallidos de rudeza que hacía imposible toda conversación ulterior, oh mi pobre niña escaldada. Te quería. Era un monstruo pentápodo, pero te quería. Era despreciable y brutal, y depravado y cuanto podía imaginarse, mais je t'aimais, je t'aimais! Y había momentos en que sabía cuanto pasaba por ti, y saberlo era el infierno, mi pequeña Dolita, aguerrida Dolly Schiller.

Recuerdo ciertos momentos, llamémoslos témpanos paradisíacos, en que después de saciarme de ella –al cabo de fabulosos, dementes conatos que me dejaban exhausto y transido de azul–, la recogía en mis brazos, al fin con un mudo plañido de ternura humana (su piel brillaba a la luz de neón que llegaba del camino pavimentado, a través de las varillas de la persiana, y tenía las negras pestañas pegoteadas y los ojos más vacíos que nunca, exactamente como los de una pequeña paciente todavía mareada por una droga, después de una operación grave), y la ternura se ahondaba en vergüenza y desesperación, y yo sostenía y mecía a mi solitaria y pequeña Lolita en mis brazos de mármol, y gemía en su pelo tibio, y de cuando en cuando la acariciaba y pedía su bendición sin palabras, y en la cúspide misma de esa ternura humana, agonizante, generosa –mi corazón estaba pendiente de su cuerpo desnudo, ya en vías de arrepentimiento–, súbitamente, irónicamente, horriblemente, el deseo se henchía de nuevo y... oh, no, decía Lolita con un suspiro al cielo, y un momento después la ternura y el azul... todo estallaba.

Las ideas surgidas a mediados del siglo XX sobre las relaciones entre hijos y padres, se han inficionado con la jerigonza escolástica y los símbolos estandarizados del aparato psicoanalista, pero supongo que me dirijo a lectores imparciales. Una vez en que el padre de Avis tocó la bocina de su automóvil, en la calle, para avisar que papá había ido en busca de su chiquilla, me sentí obligado a invitarlo a la sala. Se quedó unos minutos, y mientras conversábamos, Avis, una niña poco atractiva, pesada y cariñosa, se acercó a él y se instaló sobre sus rodillas. No recuerdo si he dicho que Lolita tenía siempre para los extraños una sonrisa encantadora, una dulce tibieza que fluía de sus ojos, una soñadora irradiación de sus rasgos. Nada de ello significaba nada, desde luego, pero era tan hermoso, tan enternecedor que era difícil reducirlo a una célula mágica que iluminaba automáticamente su rostro, como el atavismo de un antiguo rito de bienvenida –prostitución hospitalaria, dirá el lector grosero–. Bueno, mientras el señor Byrd hacía girar su sombrero y me decía gracias y... ah, sí, qué tonto soy, había olvidado que me refería a las características principales de la famosa sonrisa de Lolita. Esa irradiación tierna, rectárea, entre hoyuelos, no se dirigía al extraño que estaba en el cuarto, sino que pendía en su propia vacuidad florida, por así decirlo, o fluctuaba con miope blandura sobre objetos indiferentes. ¿Y qué ocurría después? Mientras la gorda Avis trotaba hacia su papá, Lolita sonreía amablemente al cuchillo de postre con que jugueteaba al borde de la mesa, sobre la cual estaba apoyada, a muchas millas de mí. De pronto, mientras Avis se colgaba del cuello de su padre, que envolvía con brazos distraídos a su rechoncha, vi que la sonrisa de Lo perdía toda su luz y se convertía en una pequeña sombra de sí congelada; el cuchillo se deslizó de la mesa y la golpeó con el mango de plata en el tobillo. Lolita gimió, bajó la cabeza y después, saltando sobre un pie con la mueca preliminar con que los niños contienen las lágrimas a punto de estallar, se marchó, seguida de inmediato y consolada en la cocina por Avis, que tenía un maravilloso papá gordo y rosado y un hermanito rechoncho como ella y una hermanita recién nacida y un hogar y dos perros gruñones, mientras que Lolita no tenía nada.

Y tengo un hermoso pendant para esta pequeña escena, también en el decorado de Beardsley. Lolita, que estaba leyendo junto al fuego, se desperezó y preguntó:

—¿Y dónde la han enterrado?

—¿A quién?

—Oh, ya sabes a quién, a mi mamita asesinada.

—Pues sabes dónde está la tumba –dije conteniéndome.

Después nombré el cementerio, situado en las afueras de Ramsdale, entre el ferrocarril y la colina de Lakeview.

—Además –agregué–, la tragedia que fue ese accidente resulta abaratada por el epíteto que te parece conveniente aplicarle. Si de veras deseas superar en tu alma la idea de la muerte...

—¡...va! –exclamó Lo por decir «¡Viva!», salió lánguidamente del cuarto.

Durante largo rato miré con ojos fijos el hogar. Después tomé su libro. Era una tontería para jóvenes. Había una triste niña llamada Marión y había una madrastra que, contrariando todas las suposiciones, se revelaba como una pelirroja joven, comprensiva, alegre, que explica a Marión que la madre muerta de Marión había sido, en realidad, una mujer heroica, puesto que había disimulado adrede su gran amor hacia Marión porque se sabía moribunda y no quería que su hija la echara tanto de menos. No corrí a su cuarto entre gritos. Siempre prefería la higiene mental de la no-interferencia. Ahora, hurgando en mi memoria, recuerdo que en esa ocasión como en otras similares, mi costumbre era ignorar los estados de alma de Lolita y consolar a mi propia alma vil. Cuando mi madre, con un lívido vestido húmedo, bajo la bruma que caía (así me la imagino vivamente), corrió jadeando de éxtasis hacia ese puente sobre el Moulinet para ser derribada por un rayo, yo no era sino un niño, y ningún anhelo de la índole aceptada podía haberse injertado en algún momento de mi juventud, por más que los psicoanalistas me preguntaron con salvaje insistencia en mis períodos de depresión posteriores. Pero admito que un hombre con mi poder imaginativo no puede alegar una ignorancia personal de las emociones universales. Acaso yo contara demasiado con las relaciones tan frías y anormales entre Charlotte y su hija. Pero lo esencial, lo más terrible de todo era esto: en el curso de nuestra singular relación, Lolita había advertido con claridad cada vez mayor, que aun la vida de la familia más mísera era preferible a esa parodia de incesto que, a la larga, fue lo único que pude ofrecer a la chiquilla.



( ... )



-lo imagino a Humbert Humbert en su celda, con su putrefacción y su barba, solo, cantando “a perfect

day” y me dan ganas de abrazarlo.



[1] El sentido moral de los mortales es el deber / que hemos de pagar por el sentido mortal de la belleza.










































































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